Eso, ¿por qué? No era un asunto que perturbara la convivencia. Por tratarse de una decisión íntima y traumática, nadie va jamás alardeando de haber interrumpido su embarazo, de haber abortado. Ninguna mujer lo cuenta en una reunión de amigos, ni en una comida de trabajo, ni tan siquiera suele comunicárselo a su familia. Es algo que se confía a una sola persona, a dos como máximo. Por eso hay gente tan alejada de la realidad que piensa que en el universo de sus relaciones no ocurren esas cosas. No, no hay nadie que lleve un cartel anunciando que acaba de interrumpir su embarazo. Es posible que una mujer, cualquiera, acuda al día siguiente de la intervención a la oficina, a limpiar casas, que vaya a buscar a su hijo a la guardería, que prepare la cena del niño sintiendo aún el dolor en el bajo vientre; es posible que una mujer, cualquiera, vaya a dar clase al instituto, se levante de madrugada para barrer la calle o espere cola en la oficina de empleo; una mujer, a veces muy joven, que asiste a una clase de la Facultad, vuelve a casa y le dice a su madre que no se encuentra bien y se acuesta temprano. No hay perfil que defina a la mujer que se ve en el trance de abortar.
Esa intervención dolorosa y deprimente se realiza de manera casi secreta en vidas muy dispares, y es ese secreto al que de manera legítima se aferra cada una de las mujeres que acuden a una clínica, lo que hace que algunos hablen de ellas como si fueran marcianas. Y no. Están entre nosotros. Somos nosotras. Seguro que usted, que las juzga de manera implacable, conoce a alguna, pero no lo sabe; incluso el individuo que ideó la portada cruel de La Gaceta en la que se veía un bebé con síndrome de Down bajo el titular “Matar vuelve a ser delito en España”, tiene en su propia familia, en su oficina, entre sus amistades, a alguna de esas mujeres que callan. Callan por dos razones: los abortos no se cuentan y nadie quiere correr el peligro de sentirse estigmatizada.
Es del todo posible que el señor Gallardón se codee a diario con mujeres que han abortado. El mismo señor Gallardón que durante un tiempo coqueteó con artistas, escritores y faranduleros varios en ese papel de alcalde que le permitía columpiarse en una posición ambigua, de hombre sofisticado y con lecturas que se había visto abocado a la derecha casi por razones familiares, por ser uno de esos buenos chicos que no desafían a los padres. Qué gran error no fiarse de las apariencias, que, como sabemos, no engañan jamás. El alcalde sinuoso llevaba escrito quién era en ese marcado acento nasal madrileño que divide a la ciudad en dos: los que lo tienen y los que no. Los que lo tienen son muchos menos; en realidad, se trata de un cogollo compacto adornado con apellidos de rancio abolengo, es una minoría granítica que transmite sus poderes de manera genética y desconoce al otro Madrid como el otro Madrid los desconoce a ellos. Yo, chica de barrio, no conocí a alguien que hablara así hasta los 20 años. Siempre había creído que esa habla era una exageración de los chistosos.
¿Por qué? ¿Y por qué ahora? Dudo que esta reforma recabe muchos votos nuevos para un partido que alberga a toda la derecha de un país como el nuestro en el que todavía no ha calado una formación específica para la extrema derecha. La pregunta es por qué enfangarse en una nueva ley que nace en contra de una realidad social innegable. Dicen los que se frecuentan la arena parlamentaria que el ministro, en el fondo de su alma, no comulga con su propio discurso. Estamos en lo de siempre. Gallardón es ese tipo de político al que se le concede, en cada decisión que toma, una suerte de análisis psicológico: ¿es así realmente el ministro o se ha visto empujado por esos fanáticos religiosos que actúan en la sombra y entonces él, en el deseo de parecer cristiano viejo, ha dado un paso adelante sin estar convencido? Qué hartura de teoría. Dada la gravedad de su reforma y las posibles consecuencias, poco importa ya a qué verdad profunda responden las decisiones de este político.
Con frecuencia, los columnistas exprimimos un tema hasta agotarlo, pero me barrunto que este debate no se va a cerrar aquí, porque las consecuencias lamentables de castigar a los médicos con penas de cárcel o de obligar a una mujer a traer a un hijo al mundo con graves malformaciones estarán presentes tanto en la información como en la opinión. Muchas oportunidades tendrá el ministro de percibir cómo va a afectar su cruzada en la vida de las mujeres. De momento, ha comprobado el impacto de este inaudito retroceso al que nos conduce en la prensa europea, que no olvida que bajo la España franquista éramos consideradas ciudadanas incapaces de decidir sobre nuestro propio destino. Esto no ha de quedar aquí. A partir de ahora, el señor Gallardón sentirá un espacio gélido entre él y muchas mujeres. Hay políticos a los que, con el tiempo, se les perdonan los errores. No así le ocurrirá al ministro Gallardón. Pasen los años que pasen, siempre habrá una mujer que le ha de preguntar ¿por qué? Tal vez esa mujer lo exprese solo con la mirada. La mirada de las mujeres encierra muchos secretos que jamás se expresan. Y qué pena pasar a la historia como el ministro que no supo ver lo que tenía ante sus ojos.